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Izando la bandera del arcoíris

por Nicolás G. Lammé

La historia de Yashín Castrillo (ver la historia aquí) se parece más a la biografía del fundador de un gran país o a la de un soldado quien por su valentía y sacrificio altruista dejó a salvo su amada Patria, que a la historia de un activista gay y el «primer homosexual del país [de Costa Rica] en presentar una solicitud de matrimonio». La periodista, Amy Ross A., con un perjuicio periodístico sólo digno de un régimen dictatorial de primera clase (lo cual sin duda aprendió acríticamente durante su tiempo en la universidad), le pinta como un mártir de una sociedad intolerante, semejante, tal vez, a Ghandi, o como un Simón Bolívar moderno, lidiando con la monarquía opresiva de la vieja religión y su moralidad autocrática. En el cenit de su adulación pródiga, dice que el día en el que nuestro héroe salió en las noticias como el pionero costarricense gay, después de haber presentado, contra viento y marea, la Magna Carta de su solicitud de matrimonio, volvió a casa para asistir «a su propia vela», donde su familia estaba orando por su alma. Maltratado como niño, tachado de «playito» desde una edad tierna y habiendo perdido dinero, clientes, amigos, parejas y su relación cercana con su familia, esta roca impertérrita se ha resignado a su «concurrida soledad», porque «cuando de derechos de la población gay se trata, Castrillo no está dispuesto a ceder. Ni un poquito».

La verdad es que aparte del sinfín de floreos retóricos, esta historia no es noticia. Lo escandaloso no es que el don Yashín se sienta rechazado por todo el mundo, sino el hecho ineludible de la falta de objetividad de los que nos brindan «las noticias». Muy lejos de ser periodista, la autora de este artículo se convierte en una propagandista que nos intenta convencer en vez de informar. Pero no seamos demasiado criticones. Ella solamente refleja lo que se le enseñó. El escándalo de verdad es que el pueblo, con apetito feroz, simplemente come cuento. Hasta los cristianos somos tan paganizados, bíblicamente analfabetos y antiintelectuales que ya nos falta la capacidad mental de argumentar más allá de un par de versículos veterotestamentarios. Somos presa fácil para este tipo de propaganda, y nuestros hijos aun más. El tsunami pagano ha llegado a las orillas y porque hicimos caso omiso a las advertencias, no sabemos qué hacer. Y la verdad es que nosotros somos los culpables. No nos podemos justificar. Nuestra pereza intelectual, combinada con una religiosidad sentimental, la cual se profundiza en la superficialidad, resulta en un cristianismo ineficaz e irrelevante. Además, una religión más consagrada al entretenimiento que a la enseñanza y adoración reverentes y serias, ha producido un pueblo que prefiere sentir a Dios que conocerle. Dejemos de tirar piedras al mundo o al paganismo o los gais. Somos nosotros los culpables.

¿Qué haremos? Primero debemos hacer lo mismo que el profeta Daniel. Debemos arrepentirnos, porque «nuestra es la confusión de rostro», pues nosotros hemos hecho impíamente, porque no anduvimos «en sus leyes que él puso delante de nosotros por medio de sus siervos los profetas» (Daniel 9). Y debemos obedecer al apóstol Pedro que nos manda santificar a Dios el Señor en nuestros corazones, estando siempre preparados para presentar defensa, con mansedumbre y reverencia, ante todo el que nos demande razón de la esperanza que hay en nosotros (1 Ped. 3:15). Pero para obedecer este mandamiento, tenemos que despojarnos de las distracciones de esta vida y ponernos a estudiar duro, amar la doctrina (enseñanza), aprender a pensar bíblicamente y presentar con claridad e inteligencia la fe que ha sido una vez dada a los santos. En otras palabras, lo que los cristianos necesitamos es una cosmovisión que refleje la realidad de la revelación de nuestro Creador y Salvador. Si negamos a hacer esto, a hacer esta tarea difícil (y a veces desagradable), un día nos despertaremos a ver que se ha izado otra bandera sobre nosotros… y nos sorprenderemos al darnos cuenta que a los que la izaron, nosotros mismos les prestamos la mano. Tal vez ya ha llegado ese día.

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